La Herida Dorada fue producida por un doble filo que todavía guarda misterios para mí. El Mal fue uno de los progenitores, inyectado en mi cráneo cuando aún era un niño, como sucede a todos los hombres modernos. Puesto que en Occidente todos somos ahora desheredados, durante algún tiempo carecí del conocimiento de las leyes de la compensación. Me dediqué, en cambio, a retozar en las marismas de magma estancado o, lo que es lo mismo, en la adolescencia. Pero hete aquí que al fin forjé en acero ese arma costosísima que se llama criterio propio y busqué y hallé las pesas que, puestas en la balanza, vencerían por contraposición a la fealdad, a la vulgaridad, al tedio y a la ignorancia.
Fue entonces cuando el cuchillo invisible mostró su otro filo, un filo que a veces sí era visible, como cuando se mostraba en una escultura de mármol blanco como el Espíritu o cuando una puesta de sol me recordaba un verso antiguo. He ahí la Herida Dorada en toda su plenitud. Es la herida que deja la Belleza cuando hace acto de presencia sin ambages y toda su Corte se instala en las almas que tuvimos la guardia baja en algún momento.
Nos consume, nos atrapa, nos transfigura en criaturas doradas en ciertas horas del día. Su punto extremo, aguja candente, nos penetra como el sol. Y nos envenena. La Herida, a la cual creíamos surgida en el combate de los contrarios –el zafio Mal y la Belleza–, resulta ahora ser la escenificación de un coito. ¿Por qué, si huíamos del vicio, caíamos en el mayor de todos ellos? ¿Por qué el refinamiento nos condujo directamente a la perversidad? Un día dorado Calígula se hartó del terciopelo y de los racimos de perlas y descendió a los arrabales a vender su cuerpo a marineros por un par de sestercios. Un día dorado Rimbaud sentó a la Belleza en sus rodillas, y la sintió amarga, y la injurió. Un día dorado el novicio prendió fuego al Pabellón Dorado para liberarse al fin de la obnubilación que producía éste sobre él paralizándolo.
¡Ah, sí! Los raptos de ira contra Ella son tan perniciosos como bellos. Dignos herederos, ofuscan como el pecado vulgar y elevan como el éxtasis de la música celestial. Tal amancebamiento de contrarios sólo pudo desembocar en el Desgarro. ¿Es rencor, el indigno vástago de los miserables? ¿Es impotencia, la lacra de los deformes? ¿Es obcecación, la manifestación palmaria de la ignorancia? Lo ignoro, lo he querido ignorar. Sólo puedo dar fe de que siempre sentí insana esa invocación del vocablo, como si fuese una letanía sagrada que se sabe fúnebre, paladeándolo: “Belleza”…
En verdad era un collar de sílabas que nada podía prometer salvo náuseas y fiebres, contrariedad y rabia contra uno mismo por ceder a la decadente femineidad que crecía junto al bazo. En verdad que era un talismán de los que destruyen antes de salvar. Y se hizo mi enemiga, la palabra y su cobarde protegida. Así, en la batalla contra la Palabra y el Concepto acabé por olvidarme del fenómeno, el origen de toda la discordia. Tan obsesionado me volví con la Belleza pura que sin fijarme dejé pasar las imágenes inocentes de las lentas nubes, dejé pasar a los lotos, peregrinos de las corrientes, y a los pájaros sin más estela que ellos mismos. Olvidé el óleo y el acorde, el ojo vacío de las esculturas, la desmaña de la virginidad, los sepulcros grandiosos de los reyes. Mi enemigo era abstracto, y quien tiene un enemigo abstracto se tiene por enemigo a sí mismo. Mi venganza se transmutó en locura; el deseo, en mi señor.
No sé por qué conjugo en pretérito. Nada de eso ha caducado.
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