Tú, hombre, que por tu especial condición de caminar sobre dos pies y de oponer los pulgares te has creido cosas que no son. Tú, que has visto invadida tu existencia por un perpetuo halo de ensueño, no sabiendo distinguir lo cierto del brumoso velo de la irrealidad rosada. Tú que quisiste agarrar la vértebra del Cosmos entre tus extremidades prensiles, como el que abraza a su madre con el secreto anhelo de abarcar a la rama entera que lo une a su raíz. Tú que violaste el suelo que no era más tuyo que del águila o del lagarto y ensuciaste el agua de lluvia con tus lágrimas ácidas como el petróleo. Tú, que en las noches más acuciantes prefiguraste la más inaudita belleza en un estremecimiento al que no supiste dar forma, y sufriste fiebres sin nombre hasta que lograste conciliar el sueño. Tú, que amaste, envidiaste, tosiste, esculpiste y vendiste tus miembros, sí, tú, oh hombre, que nunca aceptaste que la mortalidad no es, a ojos del Todo, un vocablo con más prendas que el que designa al zigzagueo del escarabajo o el agua cuando se bifurca en las paredes de roca. Tú, que en tu punto más álgido decidiste anotar unos malos versos en una cuartilla para guiarte en la búsqueda del Valhala. Tú, desliz hermano, simétrico enemigo, ignorante parejo a mis desvelos, pozo de ansia que se confunde con mi canto destemplado a la luna. Tú, aberración idéntica a este pensamiento que te evoca, tú eres sombra, eres engranaje sin función etiquetada por olvido del daimón que te ensambló. Eres mentira autoritaria, felicidad cuántica, fantasma encarnado. Constituyes la matriz del verso y de la sangre, son subconjuntos tuyos que quizás se incluyan recíprocamente el uno al otro. Tú has dado cuerpo tanto a la Gloria como al Sinsentido y al Silencio. No significaban nada antes de ti. Tu más leve sinapsis materializa las metafísicas que no existían previamente al paseo de Adán, cuando, mirando al cielo azul y acariciándose el sexo, determinó que su condición le mecería en el regazo de lo Perfecto, que el auténtico dios era existir y que todo su tesoro se reducía a pronunciar, con conocimiento de causa, muy lentamente, recreándose, el misterioso e inmenso verbo “Ser”.
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