Noto vuestras miradas acusadoras. Con suficiencia no exenta de cierta ternura, podéis preguntaros acerca de la mente bellamente inmadura que enarbola metáforas de bronce pulido, enroscándose en la musicalidad de una prosodia de lenta y larga cadencia.
Y por cierto que me enamoran los vocablos sinuosos que cosquillean al oído y al entendimiento y traen al recuerdo imágenes de tiempos de terciopelo. Yo confieso: suelo preferir las querencias a los deseos, y mi vista se precia más de identificar el añil o el verdemar que el simple y rutinario azul. Los reyes de mi imaginario nacieron casi todos antes de Babilonia, y las mujeres, venusinas por defecto, nunca tienen nombres manoseados en los barrios obreros –que, por otra parte, suelo llamar “arrabales”. Habladme de mimbres, de vesania y de sonatas. Mostradme perlas raras, perfiles de faunos, cofres de marfil y olvidados ídolos de ónix. Cantad en mi ágora endecasílabos delicadamente musicados, melodías salmódicas, himnos bizantinos. Hundidme en un piélago de comparaciones trilladas… o de asociaciones de ideas arbitrarias y vaporosas siempre y cuando se compongan de elementos seráficos. ¡Y ahora sonaría un “aaahh”, uno de esos suspiros de damisela pálida, casi translúcida y envuelta en largos tafetanes y nada resistente!
Mi prosa lleva peluca y levita las más veces –cuando no cetro–, y sin embargo no renuncio al poder de ciertas cosas simples. Sé que una palabra de aspecto humilde y común, desnuda de epítetos, puede encerrar una nobleza muy superior al ornato de una sarta de calificaciones platerescas. Sé bien que el trono de Dios ha de ser de una simplicidad que asusta, como la acción pura y silenciosa del héroe que se inmola o como las dádivas del sol, tan irreductibles, tan sinceras, tan infinitas. Si el Cosmos tiene un centro en el espacio o en el tiempo, por fuerza ha de ser de una delgadez mayúscula, tanto que acaso podríamos señalarlo oralmente únicamente en una interjección ahogada.
Cuando adelgazo el verbo y digo lo esencial, me acerco al Principio supremo. Pero cuando me desbordo en llamaradas de sintagmas y amapolas, reconoced que se puebla el aire con cierto encanto. Y acaso no sea más que un engañoso velo que los ángeles más pusilánimes tienden sobre mi rincón del mundo… pero no es un velo frívolo. El sonambulismo inducido por la belleza esmeraldina podrá ser una trampa, una droga destructora, mas no una mentira completa. Si la existencia es, en última instancia, progresiva o brusca destrucción según los casos, bailar a la luz de mil lunas mientras se acerca el fin no puede ser tan gran pecado. Mejor ángel desfallecido que paria pujante.
Ved que desde hace ya algún tiempo omito las cloacas y sus ratas, ved que no menciono ídolos de nuestro hoy material y torpe, ved que no describo las ciudades aturdidas, aturdidas de tanta superposición de planos, como capas de un pastel pertrechado por un cocinero vesánico. Lo hice, en verdad, incluso desesperadamente, pero, si no reniego porque tal cosa es de cobardes, sí lo acoto entre paréntesis. Lo vigente me produce urticaria, no por vigente sino por ruina de amianto, por residuo penoso de primaveras ya lejanas, por frío y muerto. El arte hiperactivo de la poliédrica edad que sobrellevamos no puede ser más que un mal viaje de anfetaminas aun para quien así no lo vea todavía por encontrarse en la breve fase de ascenso.
Yo, en las noches húmedas acompañadas de mármol, me quedo con las mejillas carnosas y rosadas del Art pompier. Me quedo antes con las teclas cálidas de un dulce pianista mediano (un Field o un Liapunov, pongamos por casos) que con las histeria del último ataque epiléptico de las vanguardias… o de las discotecas, tanto da. Me fío más de una mirada naif hacia un bello colibrí que de un sucedáneo de mártir de botas metálicas y tan envenenado de capitalismo que lo insulta con pancartas, chillidos amplificados y cuero made in Taiwan.
¡Oh quizá haya más razón en llamar fría y muerta a la obra romántica, vencida por el tiempo! ¿Y no es mejor la pulcritud caduca que el estertor caliente de babas corrosivas, de lamentable penitencia histórica? Mejor que pagar con abstinencia por los pecados de nuestros antepasados sería proseguir sus mejores virtudes.
El hombre está hecho para el desierto y la limpidez del canto que en los valles se entona de los salmos vetustos y regalados de incienso. Y, en el centro, paredes de piedra, tan humanas, guardianas de estancias frescas levemente equilibradas por la sabia disposición de las bujías.
En ausencia de este ambiente digno de sacrosantos pensamientos, el hombre se adapta bien a los palacios – amorales pero cuidados—, a las urnas de espejos y rubíes, a las calles tomadas por hiedras y vehículos de madera brillante o desvencijada. Porque sospecho que aun en la forma vacua pero simétrica queda un rescoldo de lo divino. Entre el claustro y los jardines he de moverme, pues. Entre la tierra y el diamante.
Pero no me habléis de cemento. Ni de colillas. Ni de cuero. Ni de sartenes. Ni de cotizaciones ni con anglicismos. Acaso una distraída mención a los milagros que en los poros de los átomos descubren los capellanes de la Ciencia. Pero nada más. No, no y no. No porque no supiera replicaros y competir así con la risa sardónica de los cínicos; conozco el hedonismo de humo que venden en las esquinas. Y no porque no reconozca maestría en el arte de disponer bellamente los residuos radiactivos. No.
Oídme: es que no quiero reclamar mi siglo, no busco habitáculo en él. Ni siquiera me agrada recordarlo. Llamadme anacrónico, epiléptico, esperpento, descastado, traspié decimonónico, neorromántico o con alguna otra taxonomía académica –muerte a las academias–. Yo sonreiré porque he trascendido la ingenuidad de los cínicos. Yo sé que, allá lejos, los Dueños del Universo poseen visión estereoscópica, no viendo una sucesión de estilos o ideas sino un despliegue simultáneo de eventos ondulados que hace del progreso histórico una mala broma de la eternidad. Vista así –vista de pájaro Fénix–, la humanidad en su conjunto de vivos y muertos no es sino un solo ente posmoderno, diletante de todos los senderos posibles. Y no ha muerto todavía la primera civilización mediterránea ni han desaparecido los sacrificios de corderos, al igual que no desaparece nuestra infancia sino que el adulto no es sino infancia degenerada.
De modo que elige tu propio eje y satisfácelo. No importa la satrapía de las fechas. No importa la lógica de los sociólogos, los mercaderes y los descamisados. Sólo mecerse hasta reencontrarse con la base magnética del péndulo, ésa en la que se establecieron millares de generaciones antes de que ayer mismo unos sabihondos creyeran inventar la sabiduría. Creedme… no hay camino más corto al centro del laberinto.
[Música: Sergio Fiorentino tocando la Fantasía Op. 17 de Schumann]
[…] de contabilizar gotas de heroísmo y de estoicismo augusto. Se sucedieron sesudos pensamientos, palabras sobre palabras, alegorías de un pasado eterno y una mujer. Soledades, arritmias verbales y […]