Porque en este lugar fue plantado el Árbol de la Ciencia y el Árbol de la Vida; pero no es la ciencia la que mata, sino la desobediencia es la que mata. En efecto, no sin misterio está escrito que Dios plantó en el principio el Árbol de la Ciencia y el Árbol de la Vida en medio del paraíso, dándonos a entender la vida por medio de la ciencia; mas, por no haber usado de ella de manera pura los primeros hombres, quedaron desnudos por seducción de la serpiente. Porque no hay vida sin ciencia, ni ciencia segura sin vida verdadera; de ahí que los dos árboles fueron plantados uno cerca de otro.
Carta a Diogneto (s. II)
Es, pues, legítimo para el hombre admitir que la Tierra es plana, puesto que lo es empíricamente; en cambio, es completamente inútil saber que es redonda, puesto que este saber no añade nada al simbolismo de las apariencias, sino que lo destruye inútilmente para sustituirlo por otro que, por su parte, no puede expresar otra cosa que las mismas verdades (o verdades análogas) al tiempo que presenta el inconveniente de ser contrario a la experiencia humana inmediata y general. El conocimiento de los hechos por sí mismos no tiene ningún valor fuera de las aplicaciones prácticas de un interés siempre limitado; dicho de otro modo, o bien uno se sitúa en la Verdad absoluta, y entonces los hechos ya no son nada, o bien se sitúa en el terreno de los hechos, y entonces se está de todos modos en la ignorancia.
Frithjof Schuon
La obra maestra de la razón consiste en saber cuándo detenerse.
Joseph de Maistre
El orgullo es cuchillo para distraídos que olvidan “la única cosa necesaria”. Porque si el mundo ofrece claves para el entendimiento en mil niveles diversos, algunos de los niveles son más fértiles que otros, y la perdición acecha en la superficialidad teñida de prudencia. Porque no hay mayor prudencia que evitar las verdades disipadoras, así como es verdad que cualquier hombre nace enamorado de su concupiscencia pero es error hacer de ella el centro de las verdades y el motor del obrar humano.
Tanto en la estructura del átomo como en el azul del cielo hay verdades, según el ángulo desde el que se las enuncie. En ambas verdades hay símbolos de verdades más elevadas, pero aún es más poderoso el azul del cielo, aun siendo hijo de la visión del ojo de carne, porque es más accesible a todos. El azul del cielo y la puesta de sol ofrecen símbolos claros y móviles, pudiendo trasladarse fácilmente a mosaico o a pórtico de templo. El azul del cielo y la puesta tienen por su parte sus razones más recónditas, accesibles sólo a los entendidos que deducen y visualizan en códigos intrincados y en cuyo pernio yacen otros símbolos menos transparentes, menos útiles.
El adánico pecado es pecado de desobediencia, pues el Árbol de la Ciencia fue plantado por el sembrador del Universo con algún motivo además de tentar. Pero los frutos tienen sus leyes de maduración, sus tiempos, sus oportunidades. Así como se indigesta la manzana que no esperó a su estación, así se indigesta el conocimiento a los hombres que, desordenados en su alma, no alcanzan a asimilar verdades tangenciales. Pues para asimilar fragmentos hay que tener una ideal del conjunto, y para aceptar el pendular de las criaturas hay que estar establecido en un centro interior.
Es el heredero de Adán y no el de Eva el que resulta ser el auténtico destructor del Jardín del Edén. Pues Eva fue curiosa, activa, combativa, masculina. Probó una manzana: sintiéndola amarga o dulce, se habría saciado, se habría arrepentido si su gesto hubiese sido inútil, reprendido y olvidado . Adán se dejó llevar, fue pasivo, desidioso, pusilánime, femenino. La serpiente comenzó a tragar su propia cola por la degeneración perezosa de las costumbres. El Paraíso puede soportar a unas pocas Evas, doctores de los datos y de los instrumentos. No puede, en cambio, soportar legiones de Adanes que obedecen a la serpiente con la misma inercia con la que obedecían a Dios. Es la blandura de las masas lo que permite a los individuos malogrados dirigir al mundo hacia el diabólico caos. El Árbol de los peligros debía sobrevivir y debía perpetuarse en frutos contados y examinados en busca de veneno. No debía, empero, germinar y colonizar a todos los bosques de la conciencia, pues lo que queda de sus restos no es más que cáscara huera indigerible, o, en otros términos, hinchazón, pecado y apacentarse de viento.
Pero, con todo, el árbol tenía la Ciencia del Bien y del Mal como apellido completo. Pues más que el conocimiento de las cosas es destructora la presunción de las intenciones, el creer poder trascender las voluntades y los sufrimientos, el reinterpretar el corazón del hombre y el peso del alma a la luz de saberes fragmentarios, como si el acotamiento material pudiese decirnos lo que debe y no debe ser la criatura en su más hondo sentir. Como si esto o aquello nos pudiese descifrar el Misterio que retumba en cada ser.
[Música: Vivaldi, El verano. II. Adagio molto.]
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