La Fortune, pour arriver à moi, passera par les conditions que lui impose mon caractère.
[La Fortuna, para llegar a mí, pasará por las condiciones que le imponga mi carácter.]
N. Chamfort, Maximes et pensées
Ceux qui n’ont que de l’esprit ont du goût pour les grandes choses, et de la passion pour les petites.
[Los que no tienen más que ingenio, sienten gusto por las cosas grandes y pasión por las pequeñas.]
Vauvenargues, Maximes, 237
De la gentileza
Es la flor del alma. Con ella se llega tanto a lo pueril como a lo divino, tanto a compañías agradables como a puestos de honor. Los más grandes intrigantes y los más santos varones la abrazaron. Es el resabio del ingenio y de la virtud. Su dueño parece buen amante, buen cristiano, de noble crianza, de espíritu discreto o de grandes entendederas, todo a la luz de donde se mueva o de lo que queramos pensar. En algo, poco o mucho, ha dominado sus pasiones el carácter que las envuelve en afable tono. Con ella no nos convence por completo de su idea quien nos habla, pero sí de que a él lo convenció. Y si el convencido es muy gentil, nos arrastra a amar con compasión su ingenuidad hasta que descubrimos que por ser más gentil es más feliz, y entonces somos nosotros los ingenuos necesitados de su creencia y de su gentileza. Puede venir de nacimiento, y a veces por ello nos admira más o nos admira menos, dependiendo de si nuestra vanidad nos molesta ante lo que ya nos es inalcanzable o nos lleva a estimar lo que todavía puede caer en nuestra mano. Los que la tienen estudiada rara vez logran ocultarlo, porque bien distinto de cultivarla con interés en perfeccionarse es imitarla por intereses imperfectos y mundanos. No hay fortaleza de ánimo que sin ella encuentre una armonía digna de contemplarse. La verdad que no se acoge a su bello perfil cae bajo sospecha por los desenlaces oscuros que se temen de todo lo que empieza grisáceo. Pues, ¿cómo no precaverse de una tal vez cruel aplicación a partir de una teoría que ya siembra dureza desde el principio? Y es que el tono de la palabra orienta su contenido hacia su buena posibilidad y no hacia la mala, teniéndolas ambas. Dejándola a un lado, embrutece el simple, aterra el valeroso, extraña el virtuoso, aburre el sesudo, hastía el sentimental, hiere el artista y arruina el político a su pueblo. El gentil parece más bello de lo que es, y quien lo trata acaba pareciendo más dichoso y bondadoso de lo que se esperaba.
De la razón
La demostración no demuestra gran cosa. Los axiomas y los mecanismos de inferencia de los filósofos profanos son tan arbitrarios como los prejuicios que se ponían en su lugar cuando la razón aún no había subido a su trono. La razón se sabe limitada, pero desconoce hasta qué punto. Cuando encuentra una paradoja, descubre que llevaba extraviada hacía tiempo, y ha devolver sobre sus pasos hasta el momento del desliz. Es, por tanto, de lo más común el creerse cierto precisamente por no ser tal cosa. En lo referido a la ciencia moral y en lo referido también a otras ciencias, nos convencemos de cuatro cosas: aquello que nos conviene creer, aquello que nos conmueve del modo más seductor, aquello que nos repiten muchas veces, aquello que queda tras descartar malas opciones. Cualquier proposición encontrará partidarios que se llamen a sí mismos hombres razonables. Cualquier teoría cabe en el terreno de lo posible si se desestiman las posibilidades contrarias. Se vence si se reducen del oponente sus dudas como debilidad, la contrariedad como cortedad de miras, la evidencia que nos tumba como interpretación subjetiva, insistencia en un argumento como regodeo en el error, la probabilidad de peligro como petición de principio. Hay reglas para llevar a nuestro favor la filosofía conversable. Por ejemplo, dando por hecho que nuestra premisa cae por su peso, inquietando al oponente al señalar los malos ejemplos de su vida, decir que eludiremos señalar sus pasadas incoherencias pero sin dejar de mencionarlas, etc. Sobre todo importa llevarlo fuera de los límites de la razón, sea la nuestra imperfecta o no. Hay muchos modos de enfurecerlo además de los ya mencionados: podemos llevar su razonamiento hasta conclusiones ridículas y mostrar en ello asombro sin acritud, o podemos remitirnos a individuos perversos que en el pasado sostuvieron posturas similares a la suya, o pedirle que, por compasión o por sentido de la justicia, se muestre riguroso si nos lo parece demasiado, o que se muestre clemente con los seres desprotegidos si el amor que les muestra no es evidente. Si el otro va ganando la discusión, es menester afearle la contundencia con algo como “vos estáis muy seguros de vuestras ideas, mientras que yo examino y vigilo con cautela las mías”, o bien dejando caer que nuestra línea de investigación es ciertamente más ardua porque nuestra objetivo es la justicia, el bien entre los hombres o cualquier cosa del estilo. Hay que saludar sus matices como si fueran concesiones a nuestro terreno, y hay ante su crítica hay que hacer notar que “os oponéis, pero no proponéis”. Sus reservas en ciertas cuestiones serán aprovechables para destacar que ni él mismo conoce a qué consecuencias llevan sus razonamientos. Citaremos a algún autor raro y explicaremos quién es con sencillez y ternura de instructor, y se verá así que conocemos más mundo sin envanecernos por ello. Para engrandecer el pensamiento sin caer en lo difuso, hay que enunciar una máxima general a partir de una experiencia: “Allí me di cuenta de lo que dice Tácito hablando sobre los republicanos…” Si nos ofrecen cinco ejemplos, ofrezcamos nosotros diez para mostrar que los suyos son excepciones. Tras un razonamiento, recordemos repetidamente su impecabilidad con cosas del tipo de “como he demostrado…”. Si el oponente en racha no deja de dar verdades, destaquemos que no se ponga tan nervioso, que ordene sus ideas antes de lanzarlas confusamente, u otras lindezas que cuestionen su persona. Hagamos creer sonriendo discretamente o moviendo la cabeza y demostrando paciencia en el tono que no entiende nuestros argumentos si los entiende demasiado bien. Agradezcamos indulgentes sus buenas intenciones, como se hace con los niños, pero como a los niños recriminemos su descuido e ingenuidad. Todo en nuestra ofensa ha de pasar por magnanimidad, sea hacia nuestros protegidos o hacia los oponentes. Con todo ello no alcanzaremos ni verdad ni nobleza, pero sí un lamentable convencimiento de creernos más inteligentes que los que anteponen el bien al provecho. Además de la que sirve para mover poleas y alzar muros, es ese tipo de razón la que nos ha traído hasta aquí y ha acunado nuestras perniciosas costumbres. Con todo, cuando sinceramente, habiendo arrinconado meditadamente nuestros prejuicios y pasiones, creamos en el beneficio de una idea que creemos verdadera o manifiestamente útil a la humanidad, podemos servirnos de elegantes giros como los citados, porque siempre nos encontraremos ante hombres con corazones, y dar pábulo al corazón es llevar el asentimiento hacia nuestros dominios, que en este caso será el del bien y la decencia.
De la ciencia del corazón
Es posible razonar escrupulosamente en las pequeñas cosas, como las masas y las libras, o en las grandes, como en los arquetipos platónicos. Son las intermedias las que se nos escapan por no saber si se relacionan más con unas o con otros. Así, el corazón humano, tan ligado a los humores del cuerpo como a las ideas que parece perseguir, se lo conoce desde diversos ángulos sin que nunca se le conceda la dieta idónea tras una serie de silogismos. Al ser variable, al moverse entre lo sutil y lo grosero, es precisamente lo más difícil de ser catalogado por el hombre, y más si se juzga el suyo propio. Pues lo que más nos hablaría de un ser vivo es diseccionarlo en movimiento, no ver su piel en movimiento ni tampoco diseccionar su cadáver: sólo conocer su esencia cuando ésta entra en relación con sus partes. Los físicos nos explican su genealogía, pero no su posible desarrollo ni qué hacer de él, igual que conocer a la madre de un joven no nos dice con quién se desposará éste ni, por ende, cuál será la fisionomía de su hijo. La ciencia más apropiada es la que se basa en la observación y en la experiencia, vale decir, en lo que vemos fuera y dentro de nosotros. Escuchar las máximas de los sabios, aprender de las Escrituras, de las leyendas y de las historias de los grandes personajes, reconocernos en dichas y pesar a remolque de nuestros sentimientos y evitar los que menos convengan, aceptar los consejos de los mayores arrepentidos y los ejemplos de los jóvenes virtuosos. He ahí todo lo que podemos hacer.
Del soberano
El pueblo no respeta lo que él ha elegido y no imita sino a quien cree formidable. Que el pueblo y la aristocracia amen a su soberano creyendo ver en él justicia, inteligencia y virtud es el único requisito para que estas cosas se propaguen por la nación. Fuera del pueblo educado en el respeto a las costumbres, todo hombre rechaza la desigualdad si es él el inferior, pero, en el momento en que alcanzan la igualdad, muchos intentan destacar por encima; para impedir las constantes agitaciones entre iguales, sólo basta una fuerza superior que los tenga a todos igualmente sometidos. Esta fuerza es el soberano, que no puede ser otra cosa que un rey, désele el nombre que se le quiera dar: emperador, cónsul, presidente, mariscal, archiduque… En la monarquía, el rey controlaba a la aristocracia; la aristocracia, al rey; el pueblo, a sí mismo. La religión era el control en sí mismo, pues cualquier individuo de cualquier estamento podía apelar a la Iglesia en busca de asilo, caridad, acogiéndose a sagrado o denunciando conductas abusivas de los señores, como lo probó muy claramente la Pax Dei del siglo XI en pleno feudalismo, o la defensa explícita de los pobres en el concilio de Charroux del año 989. No es el despotismo lo que habría que evitar a toda costa, sino un pueblo sin amor. Bajo el primero aún es posible una felicidad civil. Tal cosa se consigue mediante la ejemplaridad de los mitos, que vinculan al universo con el hombre, la moral con la belleza, el bien con la comunidad. Un país sin mitos fundados por los más sabios de su tiempo se ganará la más triste de las simplezas: la de vivir en el error por el mero hecho de no conocer ninguna verdad importante. Además de esto, un mal soberano no es el que posee vicios, pues no hay hombre libre de pecado. Malo será el que cuente con conductas que, siendo buenas o no en otras circunstancias, le impidan desplegar sus cualidades de soberano; un ejemplo perfecto de mala conducta regia es la falta de solemnidad.
De la música francesa e italiana
¿Qué hará falta para que cese la inacabable disputa entre los partidarios de la música italiana y la francesa? Sobre ello han hablado todas las cabezas preclaras de las naciones desde la llegada de Les Bouffons en 1752: el barón Grimm, Rameau, Rousseau, Burney, Diderot, Morand, Bonneval, Laugier y hasta la honorable Mme. de Pompadour. La lista de argumentadores y argumentos es abrumadora, tanto más cuanto hay una gran calidad de pensamiento en unos y otros. Resumamos en pocas palabras cada postura. La música italiana es simétrica como la danza que evoca, es melodiosa, ágil, alegre. La música francesa es sutil, misteriosa, solemne o íntima, ingeniosa o dramática, pero nunca da apariencia de necedad. ¿Hemos de elegir, pues, entre estos extremos? ¿Es preciso optar entre un pasacalle napolitano y una entrada real, siendo cada una de estas elecciones tan violenta en la ocasión social de la otra? No digo que haya que buscar en todo momento un estilo intermedio como propone el señor Quantz en su tratado de flauta, sino que cada organismo físico o moral requiere un alimento diferente según la ocasión, y sería desnutrir al alma el privarle de dulzuras y picantes como sería desnutrir al cuerpo dejar de ingerir por completo cebollas o manzanas. No sólo hay caracteres que apetecen de ordinario más de una cosa que de la otra: nadie puede rendirse en todo momento a los mismos desahogos, ni ningún corazón amplio se contenta con unos pocos sentimientos del mismo tono. Así, pues, quien quiera desplegar su sensibilidad, que preste oídos a la música francesa: notará la grandeza de las grandes pasiones y la grandeza de las pequeñas, pues en ambas se esconden puertas al je ne sais quoi de las bellezas divinas esparcidas en el éter y en la imaginación humana. En cambio, en la busca de la decisión, del trazado y de la purificación presta de las pasiones, escúchense las óperas de Jommelli o de Marcello, las sonatas de Cimarosa o los conciertos de Vivaldi. Los franceses sugieren, ensanchan, colorean, conmueven, sorprenden; los italianos afirman, ordenan, escalonan, contrastan, se hacen gratamente predecibles. La música francesa evoca lo más íntimo del hombre o el fasto de los imperios, mientras que la italiana describe las nítidas lindes de los cuerpos, la grácil sencillez de los jóvenes y la sincera apertura de la vegetación en primavera. Además, ¿quién puede negar que entre las piezas para tecla de Rameau hay algunas melodías saltarinas como las mejores italianas? ¿Y quién podrá dejar de admirar la profundidad y la elevación del Stabat Mater del Signore Pergolesi? El propio François Couperin, el más grande de los compositores para tecla que ha dado su siglo y sobrino del más francés de los músicos, alababa tanto al sublime Corelli que le dedicó toda una apoteosis. Al fin y al cabo el propio Lully era italiano. Ser perfectamente francés pasa por no desdeñar la belleza provenga de donde provenga, y si hace muy bien en aplaudir con ahínco a Camprá, Destouches, Mouret, Mondonville o al propio monsier Rousseau –quizá mejor compositor que filósofo–, también habrá de rendirse, cuando su ánimo lo propicie, a las contrapunteadas líneas de Gasparini, Nardini, dall’ Abaco, Alberti, Sammartini, Geminiani, Piccini, Paisiello, Boccherini, Salieri, Clementi o Fenaroli.
De la preferencia por el chémbalo o por el fortepiano
En los últimos tiempos no han faltado las polémicas entre bandos furiosamente enfrentados. No por cuestiones de soberanía, no por la firma de tratados de paz, no por los nuevos descubrimientos de las ciencias que permitan salvar vidas. La música ha centrado debates entre llullystas y ramistas, entre partidarios de la ópera antigua y la moderna y también, para colmo de males, entre partidarios del sonido del instrumento de tecla que oyeron nuestros padres y el que ahora se estila en cortes de Europa. Daré una opinión no para encender más a unos u otros ánimos, sino para concertar en sinfonía a instrumentos demasiado bellos como para ceder una parte de su orgullo. El clavecín o cembalo, según lo llaman sonoramente los italianos, es un instrumento noble, ornamento tradicional de los más grandes señores. Adolece de un sonido punzante, tan rasposo y pícaro en su ataque pero tan dulce en su decaimiento que cada una de sus notas recuerda a un ingenioso pensamiento humano. La plétora de su armonía lo destaca por encima de cualquier competidor de tecla, incluso del órgano, pues en éste el sonido a menudo se infla hasta saturar al alma, mientras que el clave nunca embota el sentido. Es la ligereza de sus armónicos superiores, según los descubrimientos del señor Sauveur, lo que hace que los acordes del clave siempre brillen y nunca enfaden. Las oleadas quebradizas de sus armonías recuerdan al principesco laúd, pero le añaden la gloria de la fuerza, de la concertación coral, cuando se acoplan sus dobles teclados. Es, en suma, el instrumento que ha acompañado al ascenso de las más grandes naciones a su cumbre, empezando por Francia y acabando por Prusia. Su ejemplaridad ha llevado al señor Diderot a compararlo, en su Entretien con su amigo el señor D’Alembert, con el cuerpo del hombre, en el cual están mejor o peor afinadas las cuerdas de la sensibilidad. Pero ninguno de esos motivos es suficiente para ladear al fortepiano, ese instrumento que no falta ya en ninguna casa de los interesados por las novedades de las artes y las ciencias. Su sonido es más mullido que el del clave, nada penetrante, y habrá quien diga que por ello no traspasa la piel del oyente y que apenas roza al corazón. No lo creemos. La cuidada escala de sus intensidades, lo cual supone el gran aporte del invento del señor Cristofori a la música, es lo que más ayuda a modular los afectos en las nuevas partituras de los compositores. No es la calidad del sonido, sino la multitud de sus miradas lo que despierta nuestro interés; no es el rostro simétrico de la dama lo que nos enamora en este caso, sino las variedades de su expresión, que nos sugieren un alma rica y delicada, misteriosa y grácil a un tiempo. Poco importa que escuchemos más a uno u otro instrumento: la música escrita para el primero se agradece igualmente en el segundo en virtud de sus nuevas posibilidades, y lo mismo sucede a la inversa. Tan amorosas suenan en fortepiano las respetadas sonatas que Scarlatti compusiera para clave como las de Cimarosa en clave a pesar de haberlas pensado en su sucesor. Sólo es de de lamentar que instrumento más antiguo vaya desapareciendo, arrinconado en estos tiempos de revoluciones y de filosofía vengativa, pues ha deleitado los oídos de demasiados reyes y duques como para que lo aprecien en su justa medida quienes no soportan mezclarse en nada con la despreciable sangre azul.
De la ambición
La ambición es una desmesura del anhelo. Pretende más de lo que puede obtener u obtiene más de lo que puede gozar, lo que viene a ser lo mismo, pues pretende en todo momento un goce que por una vertiente o por la otra se derrama y se escapa. Si la arrogancia es la ambición del espíritu, la ambición es la arrogancia de creerse más poderoso en el reino material de lo que se es. Los hombres para quien lo suficiente nunca es suficiente, semejan a las vasijas agujereadas que van perdiendo contenido a medida que lo ganan, y es el propio trasvase lo que los alivia, de suerte que la obtención de bienes es para ellos como la nutrición para todos: la tarea de cada día de toda una vida. Resulta triste ver a hombres y mujeres dedicando sus días a luchar por encontrar una mejor posición desde la que dedicar sus días a luchar por lo mismo en un peldaño más alto. Y, así, el amor a las riquezas se ha impuesto incluso entre muchos de los profetas de la moral, que recomiendan la vida burguesa con sus mercantiles requisitos o, si la cuestionan, lo hacen desde esa misma vida, pretendiendo dolosamente la virtud de la que carecen o siendo incapaces de ver dónde se encuentran por el único lugar que de veras han divisado en el mundo.
Del estilo de la filosofía
El estilo de un buen pensador requiere, a mi entender, claridad de ideas y de enunciados. Olvidando de momento las primeras, considero que los más certeros autores son tales como Epicuro, Séneca, La Bruyère, Vauvenargues, Rivarol, Burke. La escritura de estos gloriosos varones se entiende a la primera lectura, deleita y se memoriza con facilidad: intellegenda, diligenda, memoranda. Es importante unir una gran imaginación en el recurso para dar con la sencillez de la finalidad. Una máxima de todos conocida adquiere nueva pátina y fuerza cuando cae en una fórmula contundente, plena de sentimiento pero contenida en su poder, como resuelta a estallar no en el oído del que la escucha sino en su corazón, como una píldora dulce que purga el estómago una vez que la hemos introducido en el silencio de nuestro interior. Después del gran siglo, los ejemplos de sentida pulcritud y cuidada fortaleza escasean cada vez más. En Francia he creído encontrarlos en De Maistre o Tocqueville, pues estos caballeros, a pesar de internarse en una época completamente distinta y degradada, fueron formados en el buen espíritu de las letras, de los tiempos en que la gloria se merecía porque se la buscaba, los tiempos en que la excelencia no era un recuerdo o un deseo, sino casi un ídolo al que se dedicaban todas las fuerzas de cada generación y la protección de los reyes dignos de tal nombre.
[Música: D. Cimarosa, Sestetto in fa maggiore per fortepiano, arpa, violino, viola da gamba, violoncello e fagotto. II. Largo cantabile.]
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