Aquel cuya sonrisa le embellece es bueno; aquel cuya sonrisa le desfigura es malo.
Proverbio húngaro.
Cuando sonrió el hombre, el mundo lo amó. Cuando rió, le tuvo miedo.
R. Tagore, Pájaros perdidos, 299
No hay torsión más grácil que sus labios cuando un detalle, material o narrado, enternece a su facultad lúdica. Puente combado entre dos almas, la expresión de su rostro agiliza el entendimiento y muestra sus perlas blancas, sin ruido, con la suavidad de un orfebre que exhibe su preciosa creación. Su sonrisa, la de cualquier ser humano, cuando brota de la gratitud a la vida y no del rencor satisfecho, alcanza reinos que difícilmente cupieron en silogismos, mandamientos, decretos y mapas. Hay en el mundo, ciertamente, muchos más motivos para llorar que para sonreír. Pero la exquisitez de un instante en el que simplemente se acaricia el terciopelo de la dicha plácida con el rostro nos convence de que hay una delicia en persistir en el navío del tiempo y en el amansamiento de los heridos. Heridos que van olvidando cómo dar gracias a todo lo que alguna vez saludó, saluda y saludará al mundo, a todo lo que una vez fue, es y será, a todo lo que sugiere que la candidez cuenta, más que con visado para el desangramiento, con la llave maestra de beatitudes agriamente tentadas por quienes desconocen ya el secreto del carácter.
La brisa en el verano, el color de los almendros, el despiste de una paloma, el beso entre dos niños, la coincidencia entre indumentarias, el tropiezo sin consecuencias, el recuerdo embellecido, el ideal inalcanzable, el bordado insuperable de un encaje, la suavidad de un mármol, la sonrisa ajena, la noche repleta de esperanzas, el amor incondicional, la belleza inesperada, el iluminador retruécano, los ojos que rebosan sinceridad, la melodía flotante que desde algún rincón de nuestra alma intuíamos tenía que existir… Motivos dignos de celebración, de grata aserción, de tolerancia afectiva, dulce pacto con el devenir, alegría discreta. Y es por cosas así que sonríe mi rostro o sonríe el suyo, trasladándose el gesto de uno a otro, ensamblando identidades. Su sonrisa, la de cualquier ser humano -e incluso la de cualquier criatura con la musculatura apropiada en torno a su hocico-, es un ídolo al que no renuncio. Incapaz de nada importante por sí misma, se expande en el momento en que le presto mi devoción, mi apostolado. Y es que allí encuentro la tan frágil justificación de la humanidad, el sentido de la existencia, no otro que la alegría serena por haber firmado gozosa paz con el instante, cualquiera que éste sea, instante que, bien lo sabemos, fluirá y se perderá en el horizonte con el imparable caudal amazónico de las edades.
[Música: Rudolf Friml, Iris.]
Hacia tiempo que esperaba la siguiente entrada y no pudo ser un tema mejor. Es curioso que con el tiempo, al menos en mi caso, y conforme uno más aprende más valora las cosas sencillas. Tratando de rodearme de almas cándidas que sean capaces de ofrecer esa sonrisa sincera e inocente, capaz de abstraerme un momento de todo lo ruin y burdo que ahora reina. Es todo un placer leerte, un saludo
Saludos, Alberto. Me alegra alegrarte con el tema de la alegría. Lo más bonito que puedo añadir a lo dicho por ti es que la candidez no es patrimonio exclusivo de algunas almas que resplandecen especialmente, sino que en cada uno de nosotros pervive siempre algo de ello. Al fin y al cabo, todos hemos sido niños, incluso las personalidades más oscuras. Un buen hilo de Ariadna sapiencial se distingue en reencontrar ese estado liviano interior y devolverle su protagonismo en nuestras horas. Gracias por pasarte.